Al distinguir su forma como la de un ave blanca
que volaba, el chico soltó un respingo y rápidamente, se puso sus pantunflas,
levantándose de la cama y corriendo hacia la ventana para mirarla mejor.
Aquella forma alada se acercaba, volando
directamente hacia la ventana. El chico sonrió con ternura y sus ojos se
humedecieron con emoción. Se estiró sobre la ventana tanto como pudo,
sosteniéndose del marco de madera para no caer. No podía creerlo. Después de
tanto tiempo de haber estado esperando este momento, finalmente estaba ahí,
llegando a él tras tantas tardes y noches amargas en las que sólo deseaba volverle
a ver.
“¡Pan!” Gritó con emoción,
embargado por una inmensa alegría que no podía contener. El chico chillaba y
daba pequeños brincos, estirando los brazos desde su precaria posición. “¡Pan, al fin regresas!”
No había duda. Era Panphil, el hermoso pato blanco, que al fin regresaba a casa. Y en
verdad parecía estar feliz de hacerlo, graznando con alegría, como si quisiera
contestarle al chico: “¡Si! ¡Soy yo!
¡Estoy de vuelta!”
Pan lo había logrado.
El muchacho no cabía en toda su alegría, gritando y llorando de felicidad
mientras saltaba. Todo parecía ir en cámara lenta, e incluso se alcanzaban a
notar las pequeñas partículas de polvo en el aire, a través de los débiles
rayos de sol matutinos.
Pan se acercó a la
ventana, estirando sus largas alas blancas. Era un milagro hecho realidad, un
deseo que se había cumplido al fin. El chico, embriagado con tanta efusión, dio
un salto mal calculado y perdió el equilibrio
Súbitamente, cayó por la ventana, con los brazos estirados, sin haber
podido alcanzar al pato.
Lo único que pudo ver el chico mientras caía al
suelo, fueron un montón de plumas blancas. Plumas blancas que caían suavemente,
en contraste con la rapidez con la que su cuerpo descendía. El chico ni
siquiera pensó en el dolor que iba a sentir en el momento del duro golpe,
habiendo sufrido un bloqueo en su mente por no haber podido alcanzar al ave.
Pero el duro golpe no llegó nunca.
7:00
am.
El despertador sonó sin piedad, como todos los
días, entonando la canción de Banana
Pancakes (1), haciendo temblar la mesita de noche con suficiente intensidad
para despertar al chico. A él siempre le era difícil despertar, especialmente
cuando sus noches se alargaban al mantener conversaciones prolongadas con sus
amigos por internet. Sin embargo, ese día, despertó de un brinco y con la
respiración agitada. Ni siquiera se molestó en apagar el despertador.
Se levantó rápidamente del revoltijo de sabanas
que era su cama, dirigiéndose hacia la ventana, abriéndola y mirando,
esperanzado, hacia el exterior. Nada.
El cielo todavía estaba purpura, y ya en el
horizonte iba mostrando tintes rojizos. Era una mañana fresca y acogedora. El
vecindario estaba en paz pero no había señal de ningún ave volando.
Decepcionado, el chico se arrastró al cuarto de
baño para ducharse. A pesar de haberse resignado mucho tiempo antes, muy en el
fondo, nunca dejó de guardar pequeñas esperanzas de volver a ver a Panphil, el pato. Pensó sobre su sueño
mientras se duchaba, preguntándose que pudo haberlo originado. Quizás se
debiera a que la noche anterior, hablando con su mejor amigo por internet,
había tocado el tema. O quizás era porque en el fondo no le era posible
rendirse y aceptar que aquel pato ya estaba en algún lugar mejor que Aarhus (2).
O también podía ser que Pan enviara
señalas a través de los sueños.
“Tonterías.” Se dijo, percatándose del rumbo
que tomaban sus pensamientos. Cerró la llave y sacudió su cabellera mojada.
“Era sólo un pato. Y ya se me está haciendo tarde…”
Salió rápidamente de la ducha, dedicándole a Pan un último pensamiento, intentando
convencerse de que donde quiera que estuviese ahora, estaba feliz, nadando en algún
lago con otros patos. Se vistió a toda velocidad, no queriendo retrasarse para
nada. Al mirar al espejo, éste le devolvió la mirada de un par de ojos verdes. Observó
su rostro cuidadosamente en busca de cualquier imperfección que no quería tener
en ese día. Estaba resuelto a comenzar con el pie derecho. Era un nuevo
comienzo, un día muy importante.
Se pasó un peine por su media melena negra, regalándole
una media sonrisa a su reflejo al acomodar un mechón de manera que ocultara
parcialmente un lado de su rostro. Le gustaba el efecto que eso le daba.
De pronto, notó algo que lo aterrorizó
momentáneamente.
“Oh, no.” Su mechón parecía un poco más claro
que el resto de su cabello, revelando un destello de su color natural: pelirrojo.
El chico hizo una mueca de desaprobación, tratando de ocultar ese mechón
revelador entre el resto de sus cabellos. No quería que los demás lo notasen. Gruñó
al ver que era inútil y se enfocó en el resto de su apariencia. “No volveré a
comprarle tintes baratos a los chinos.”
En el siguiente minuto, se puso el resto de su
ropa. Camisa, pantalones, calcetines, y una cazadora ligera que hiciera juego.
Al ponerse los zapatos, reparó en que uno de ellos estaba perdido.
“Ay, no…”
Era el colmo pero no perdió tiempo en
lamentarse, buscando como loco por todos lados; debajo de su cama, entre el
cesto de ropa sucia, en su armario y hasta miró dentro de los cajones de su
mesita de noche, donde el despertador seguía sonando con la misma canción.
Aunque tenía muchos pares de zapatos parecidos, quería llevar aquellos en específico:
unos Vans (3) con diseño de cuadros
verdes y negros. Para él era importante sentirse bien con su propio aspecto.
No teniendo éxito en encontrar su zapato
perdido, el chico resopló y decidió usar el único que tenía, poniéndose otro
zapato de un par diferente. Un psicólogo lo consideraría como un trastorno
compulsivo sobre el conjunto de ropa, pero para su madre no era más que pura
necedad infantil. Ciertamente, el chico se veía un poco extravagante con el
atuendo en su total.
Trató de que aquello no lo desanimara,
pasándose un desodorante por debajo de la ropa, y una vez listo, miró a su reloj.
Eran las 7:45 y se le hacía tarde. Salió de su habitación, recorriendo el
pasillo y bajando por las escaleras, dirigiéndose a la cocina.
Al entrar, sus dos hermanas menores ya se
encontraban en el comedor, sentadas frente a platos de avena. Su madre iba y venía
de un lado a otro, haciendo un batido extraño en una licuadora. Estaba
impecablemente vestida, poniendo cuidado en no mancharse el traje. Después de
todo, una gerente de sucursal bancaria no podía tomarse el lujo de ir
desarreglada.
Ella volvió la vista hacia el chico pero sólo
por un segundo, para no perder concentración en la batalla que tenía con el
batido que estaba haciendo.
“Cariño, estaba a punto de ir a tu habitación a
despertarte.”
“Lo siento, mamá. Es que he perdido uno de mis
zapatos y no lo he encontrado.”
Su madre observó como su hijo llevaba puestos
dos zapatos de un par diferente y dejó salir un suspiro.
“Sólo tú eres capaz de ir a tu primer día en la
universidad de ese modo…Bueno, anda. Siéntate y desayuna de una vez con tus
hermanas.”
Una de ellas, la del cabello negro, leía una
hoja de The Copenhagen Post, y no alzó
la mirada cuando el chico se sentó en la mesa del comedor frente a ellas. Para
él no era nada raro, consciente de que era difícil llamar su atención. Ella se
distraía con frecuencia, perdida en su mundo, aun cuando eso implicara una
compulsión por estar al pendiente de las noticias del mundo exterior.
La otra hermana, de cabello castaño rojizo que
estaba a su lado, lo recibió con un cálido saludo.
“¡Buenos días, pequeño gran rock-star!”
“Buenos días, pequeña Gwendolyn silvestre del
bosque.” Le respondió mientras su madre le servía un plato de avena idéntico.
“¿De casualidad no has visto algún zapato mío últimamente?”
Su hermana adoptó una fugaz y fingida expresión
pensativa.
“No.” Dijo sonriendo y le dio una probada a su
avena. “Lo ultimo tuyo que he visto ha sido tu mechón de cabello rojo.”
Alarmado, el chico se llevó las manos a su
copete.
“Ow. ¿Se nota mucho?”
“No mucho pero tendrás que mantenerte en las
sombras.” Dijo Gwen en tono misterioso y entrecerrando los ojos, cambiando
nuevamente su expresión. “Y hablando de cosas que se pierden…Yo echo en falta
uno de mis lazos para el pelo. ¿No lo has visto por ahí? Es color rosa chillón.”
“Pequeña, no he visto nada chillón desde que vi
los calzones de Scott.”
Ambos rieron. La otra hermana bajó un momento
el periódico y los miró, parpadeando.
“¡Bien, Nelly!” Dijo el chico con exagerada
sorpresa. “Al menos das señales de vida de vez en cuando.”
Nelly frunció sus cejas negras y los miró como
quien mira a quien no comprende. Luego bajó la vista y siguió leyendo las
noticias.
“Como extraño a Scott…” El chico suspiró, con
un dejo de añoranza.
Su madre había terminado de batir aquella rara
mezcla.
“Esto parece cemento y no debería ser así.”
Dijo la mujer, acercándose para oler la nauseabunda sustancia. No tardó en
arrugar la nariz y alejarla de su rostro. “Yuck. No, no. Esto no ha salido como
esperaba. A buena hora se le ocurre a Iwomba salir de Aarhus. Yo soy pésima
haciendo licuados.”
Gwen estiró la mano para alcanzar unas barras
de granola que había en medio de la mesa, y en seguida, las metió al pequeño
bolso que siempre traía consigo. Su hermano sabía que ella llevaba su diario
personal dentro de ese bolso a cualquier parte.
“¿Te has enterado ya de la nueva noticia del
vecindario?” Preguntó Gwen mientras cerraba el broche.
“No, apenas me entero de lo que pasa en mi
vida.”
El chico dio un bocado a su plato de avena,
alzando las cejas. No le gustaba nada la avena. Indiferente, apenas reparó en
la expresión soñadora que adoptaba su hermana.
“Pues tenemos nuevos vecinos. ¡Y parece que son
doctores!”
“¿Y eso qué?”
“Pues…”
La contestación de Gwen se vio interrumpida al
entrar apresuradamente a la cocina un hombre alto y de traje.
“Buenos días, chicos. ¿Alguien ha visto mi
corbata azul?”
Aquel hombre llevaba desabotonada una camisa
planchada, el cabello entrecano peinado, y miraba hacia todos los rincones,
buscando. Nelly, que seguía con el diario, tampoco alzó la vista ante aquel
señor, y siguió leyendo.
“¡Buenos días, papá!” Saludó Gwen.
“Buenozzzz diazzz.” Contestó el chico,
fingiendo estar adormilado. “Y no, no he visto ninguna corbata en mi cruzada
por encontrar mi propio zapato perdido.”
La madre, aun batiendo aquella mezcla con
cuidado, se acercó a darle un beso rápido en la mejilla a su esposo.
“No he visto nada. Esto es la cocina y no es
lugar para corbatas.”
“Es que ya no me queda ningún otro lugar por
buscar.” Replicó el hombre, mirando debajo de las repisas donde guardaban el
azúcar y la pimienta.
“¡Bienvenido al club de los que pierden cosas, papá!”
Dijo Gwen.
Justo en ese momento, se escuchó un fuerte
golpe, proveniente del piso de arriba, como si alguien se hubiera caído. Todos
los presentes en el comedor voltearon a verse los unos a los otros. Incluso
Nelly había dejado de leer el periódico.
Desde arriba, se hizo escuchar la voz áspera de
un muchacho.
“¡Tranquilos! ¡Estoy bien!”
¡Ten más cuidado, Matt!” Le gritó su madre
desde donde estaba.
Matthew era el hermano molesto de la familia,
por lo que no se sorprendieron de golpe al saber que había sido él. Los chicos
volvieron a sus platos. Su padre se sentó con ellos, y tomó una parte del
periódico que estaba leyendo Nelly. Su esposa le sirvió un vaso con jugo de
naranja y ella misma tomó asiento para comer un pan tostado.
“Nadie me dijo que hacer un licuado era la cosa
más difícil de la cocina.” Comentó la mujer, mirando a sus hijos, pero ninguno
le puso atención.
“¿Alguien sabe si Scott regresará este fin de
semana?” Preguntó el chico, cambiando de tema.
“Lo tienen muy ocupado en su nuevo trabajo.” Contestó
su padre sin quitar la vista del periódico y dándole un sorbo a su jugo. “Quizás
no lo veamos hasta dentro de un par de semanas más.”
“Tranquilo.” Dijo Gwen, terminando su plato de
avena. “Estoy segura de que regresa para el fin de semana.”
Scott era el hermano mayor de ellos. Había
salido de Aarhus al haber conseguido un nuevo trabajo en una ciudad cercana.
Para el chico, desde que eran niños, Scott siempre fue un protector, un ejemplo
a seguir y un excelente hermano. Siempre lo había apoyado en todos sus
proyectos, e incluso había conseguido que su madre le comprara una guitarra
para que él pudiera aprender a tocarla. Lo admiraba y desde su partida de casa,
el chico se sentía un poco inseguro.
“Regresar, el fin de semana…Eso me recuerda…”
El chico ajustó sus ojos para cerciorarse de que estaba despierto. “Hoy soñé
que Pan regresaba a casa…”
Las hermanas del chico se voltearon, mirándose
entre ellas disimuladamente ante la mención de la antigua mascota del chico. Su
madre casi se atragantó con el pan tostado, mientras su padre ignoró el
comentario.
“¿Ya se han enterado de la nueva noticia del
vecindario?” Gwen regresó al tema anterior para disminuir la tensión. “¡Parece
que tenemos vecinos nuevos!”
El chico refunfuñó, apresurándose a comerse todo
su desayuno. El tiempo volaba y no quería llegar tarde a su primer día en la
universidad.
“¿Cómo lo sabes?” Preguntó su madre con
suspicacia. “Ayer la casa de al lado aun seguía vacía.”
“Por la noche escuché un camión de mudanza. Me asomé
por la ventana y los vi.”
“¿Sí sabías que a eso se le llama fisgonear?”
La madre dio un último bocado a su pan tostado
y se levantó del comedor para servirse una taza de café. Gwen apretó los labios
e instintivamente abrazó su bolso, donde tenía su pequeño diario. Se ruborizó,
quería replicar algo, pero sabía que su madre tenía razón.
Se volvieron a escuchar ruidos y golpes, dando
la impresión de que arrastraban algo por el suelo y que botaba por las
escaleras. La familia escuchó que un objeto se quebraba en pedazos.
“Ay.” Se quejó la madre, cerrando los ojos,
dando un sorbo a su café humeante. “Si eso que se escuchó era el nuevo florero
que trajo Iwomba, Matthew tendrá problemas.”
“Ya me encargo yo.” Dijo el padre mientras
cerraba el periódico y se iba levantando del comedor. Se volvió hacia el chico.
“Por cierto, hijo…Tienes puestos zapatos de diferente par.”
En aquel instante, Matthew hizo aparición en la
cocina-comedor.
“¡Buenos días, querida familia!” Saludó con
parsimonia.
Aun llevaba el pijama puesto. Sus cabellos
largos y claros revueltos le daban un aspecto de demente. Nadie le contestó e
hicieron como si no estuviera ahí.
La madre siguió bebiendo su café y no se volvió
a mirarlo.
“Como no hayas roto el nuevo florero…”
“Huy, ¡todos aquí están muy amargados!” Dijo
Matthew, haciendo un gesto de burla. No entró en la cocina, quedándose parado
en la entrada, limitándose a mirarlos. “¿Por qué están así? ¿Acaso no me
extrañan?”
Matthew apenas estiró el cuello para mirar
dentro del comedor, y reparó en la licuadora que su madre había dejado en el
trastero.
“¡Ay no, mamá! Al usar la licuadora, te has
cargado lo que iba a alimentar a nuestro nuevo integrante de la familia.”
“¿Cómo? ¿Perdón?”
“¿Nuevo integrante?” Preguntó Gwen, extrañada.
El chico apretó los dientes. Sabía, por la
mirada en su hermano demente, que algo estaba por suceder y que podría poner en
peligro el comienzo de su jornada.
El padre miró a Matthew con cara indulgente.
“Hijo, ¿ahora qué te traes?”
En ese momento, antes de que Matthew pudiera
contestar con una sonrisa maliciosa, algo lo empujó, haciéndolo caer boca
abajo.
Un enorme cerdo había entrado a la cocina
corriendo. Apenas pudieron reaccionar cuando el animal brincó a una de las
sillas para luego subirse a la mesa donde estaban comiendo, causando un
desastre y los gritos de las chicas y la madre. El chico se hizo a un lado,
notando que el cerdo llevaba puesta una corbata azul alrededor del pescuezo, y
en la cabeza un lazo color rosa. El padre reaccionó alejándose rápidamente de
la mesa cuando el cerdo lanzó un plato lleno de avena hacia donde estaba él.
Todo era confusión mientras la madre gritaba cosas inentendibles, tratando de
que el cerdo no le manchara la ropa.
Matthew alzó la voz mientras se levantaba del
suelo, por encima del caos que había.
“¡Denle la bienvenida al nuevo integrante de la
familia! Yo sé que extrañan mucho a Scott, así que…. ¡Aquí está el amigo que llenará
ese vacío!”
“¡Sácalo de aquí!” Gritaba histéricamente su
madre.
“¡Eso que lleva en el cuello es mi corbata!”
La cara del padre se puso roja de coraje,
mientras el cerdo corría veloz de la mesa hacia las sillas y el trastero con
mucha habilidad, rompiendo todo a su paso.
“Si, si, papá.” Contestó Matthew, encogiéndose
de hombros y sonriendo pícaramente. “Lo que pasa es que no he querido
identificar si es macho o hembra. Pesa demasiado para comprobarlo. Así que le
puse la corbata y el lazo de Gwen, por si las dudas.”
El cerdo vio el bolso de Gwen, y rápidamente se
lanzó hacia él para comérselo. La chica alcanzó a sujetarlo de una correa
cuando el cerdo lo atrapó con su hocico, empezando un forcejeo salvaje en el
intento por apoderarse de éste. Matthew reía y aplaudía mientras se comía una
tostada, como si todo fuera parte de un espectáculo.
El chico salió de la cocina rápidamente en
medio de la conmoción. Se le estaba haciendo tarde y no permitiría que Matt y
el cerdo le arruinaran la mañana.
“¡Ya me voy, mamá! ¡El transporte está por
salir!”
Dejando todo el alboroto detrás de si, se
apresuro a salir corriendo de la casa. Atrás, sólo podían escucharse los
chillidos de Gwen y las risas de su hermano.
Salir al vecindario le llenó los pulmones de
aire puro y fresco. No hacía mucho frio, pero tampoco estaba haciendo calor,
algo típico del clima en Dinamarca. Al pasar al lado de su casa pudo ver que,
efectivamente, tenían nuevos vecinos. La casa de al lado ya no tenía el letrero
de SE VENDE, y podía observarse luz dentro. El hecho de tener nuevos vecinos lo
dejó indiferente, aunque aceptaba que sería bueno tener más gente en el
vecindario, aparte de la anciana Yoli, que vivía de manera ermitaña en una de
las esquinas de la calle.
Caminando unas cuadras más adelante, donde
pasaba el transporte hacia la universidad, se detuvo al llegar a la parada del
autobús a esperar el momento en que éste apareciera.
Fue entonces cuando lo vio por primera vez.
Apoyado en una de las paredes laterales de la
parada del autobús, estaba un chico viendo su reloj. Llevaba al hombro una
mochila azul, y llamó su atención por lo atractivo de su rostro. Su cabello era
castaño, y no estaba estrictamente corto, pero lo suficiente para dar una buena
imagen.
Su mente se bloqueó y no pudo pensar en nada.
Aquel chico le había llamado mucho la atención sin saber exactamente el motivo.
Se apresuró a sentarse en uno de los asientos de la parada, para que el otro no
notara que había clavado su mirada en él. Al bajar la mirada, pudo ver que
aquel chico usaba unas zapatillas deportivas que le encantaron. Entonces, por
instinto, rápidamente usó su mochila para ocultar sus pies y que éste no notara
que llevaba zapatos dispares.
A esto le siguió un largo silencio incomodo. Se
sintió ridículo al notar que el tiempo parecía detenerse o transcurría
demasiado lento. Él volteó a mirarlo a los ojos un segundo, y después desvió su
mirada hacia el horizonte de la calle desierta, esperando al autobús de la
universidad. No había nadie más en aquella parada excepto él y aquel chico, por
lo que dedujo que él también se encaminaba hacia su primer día en la
Universidad de Aarhus. Por alguna razón, empezó a sentir un leve bochorno.
Nunca había visto a aquel chico antes pero se le ocurría que seguramente era
nuevo por allá, puesto que tampoco recordaba haberlo visto en los cursos
preuniversitarios.
Al cabo de lo que pareció una eternidad, al fin
el autobús apareció para recogerlos. El chico fue el primero en pasar adentro,
seguido del otro. El vehículo iba lleno de estudiantes. Ninguno de los dos alcanzó
lugar, viendo que todos estaban ocupados, por lo que tuvieron que sujetarse de
un gancho colgante y de los tubos para pasajeros. El chico se estremeció un
poco al sentir el roce del otro, estando juntos hombro con hombro. El autobús
emprendió la marcha. Había más estudiantes parados alrededor. Chicos y chicas
que tenían diferentes miradas perezosas, emocionadas, expectantes, alegres, y
otras miradas con falta de interés ante la perspectiva de comenzar un semestre
nuevo. Algunos ya eran viejos conocidos y el chico pudo reconocer a algunos de
sus antiguos compañeros del instituto.
El chico sintió la inherente inquietud de
querer conocer al otro. Tenía muchas ganas de, al menos, preguntarle la hora,
para saber cómo hablaba. Pero aquello no llegó a suceder porque en ese momento,
algunos de sus viejos compañeros lo reconocieron y le hicieron señas para que
fuera a sentarse en un espacio libre en los asientos donde estaban ellos. Muy a
su pesar, tuvo que separarse del otro chico, llegando hasta donde estaban sus
amigos, pasando por un mar de gente y pisando por error a un chico y a una chica.
Los hermanos Duval eran un par de gemelos
cuates. Hermana y hermano, no eran idénticos, pero conservaban rasgos similares
a pesar de tener sexos distintos, como el tener ligeramente los parpados
rasgados, dándoles el aspecto de un par de zorros astutos. Hablaban de manera
tal, que uno complementaba al otro. El chico los conocía desde la niñez, y
solamente hasta tiempos recientes había entablado una amistad más estrecha con
ellos.
Lo saludaron pronunciando su nombre al mismo
tiempo para después mirarse mutuamente con recelo. Odiaban contribuir al
estereotipo y lo tomaban como una carrera para ver quien decía algo antes que
el otro para casi siempre obtener el mismo resultado sincronizado. El chico lo
encontraba divertido y supo disimularlo, tratando de actuar con naturalidad,
devolviéndoles el saludo.
“¿Listo para el primer día en la universidad?” Preguntó
Zacht, el hermano.
“Nosotros lo estamos.” Aseguró su hermana, Sam.
El chico intentó replicar pero cuando empezaban
a hablar, era como una competencia para ver quien dejaba claro su punto primero.
“Lastima que aunque estaremos en el mismo
departamento, nos van tocar grupos y maestros diferentes.”
“Lo revisamos previamente en la base de datos
de la universidad.”
“Nos gusta ir preparados.”
“Te extrañaremos.”
“Pero todavía nos podremos ver aquí en el
autobús y en los recesos, ¿eh?”
“No perdamos el contacto.”
Charlaron durante el resto del camino hasta llegar
a la Universidad de Aarhus.
La zona universitaria era muy extensa y
comprendía varios kilómetros. Era una zona resguardada y diseñada
principalmente para los estudiantes. La universidad se dividía en una serie de
grandes edificios y modernos complejos que estaban separados en facultades. La
gente lo llamaba Ciudad Universitaria puesto que todo el campus lucía como una
pequeña ciudad existente dentro de la misma ciudad de Aarhus, con muchas
maravillas tecnológicas de última generación. Había tiendas, centros
comerciales, cafés, bares, restaurantes, bibliotecas, salas virtuales,
estacionamientos, hogares y pisos, bancos; todo dentro para los estudiantes.
Incluso tenía su propia bahía junto al mar.
La primera vez que el chico había estado ahí,
quedó anonadado. En el pasado, solía ir seguido por allí cuando tenía que
buscar a su hermano Scott, por lo que ya le era muy familiar el lugar.
Al llegar, todos los estudiantes se dispersaron
al salir del transporte. El chico ya no pudo seguirle la pista al que había
encontrado en la parada. Pese a sentirse un poco desanimado, siguió hacia el
edificio de Economía junto con los Duval, que empezaron a discutir entre ellos
como de costumbre.
Durante el camino, vio un montón de caras
conocidas y muchas más de desconocidos. Al parecer, aquel año había más
extranjeros de lo normal. Pasó junto a un grupo de estudiantes asiáticos que
hablaban entre si. Aunque el idioma oficial dentro de Ciudad Universitaria era
el inglés, se podía escuchar una multitud de lenguas diversas.
En la entrada del edificio de Economía, había
dos grandes pantallas, similares a las de los aeropuertos, donde proyectaban
los diversos grupos y salones de clases, así como los horarios de cada materia,
con el profesor correspondiente. El chico miró en su horario y notó que tenía
clases dentro de 10 minutos en el aula C-17. Como ellos tenían clase justo en
la dirección contraria, se separó de los Duval.
Le encantaba la nueva situación. Una gran
emoción lo embargaba mientras caminaba por los pasillos y subía las escaleras.
Por fin estaba en la universidad. Era un gran cambio y un respiro para él estar
en una situación nueva. Era lo que necesitaba para cambiar y estaba decidido a
aprovecharla, dejando de lado todo lo que le impedía estar contento.
Empezó a buscar el aula C-17 pero no la
encontraba. Todas las salas por donde caminaba tenían otros números y otras
letras. Se topó con muchos otros estudiantes que igualmente se encontraban
perdidos.
Al cruzar de prisa uno de los pasillos, chocó y
quedó cara a cara con un chico alto y muy serio.
“¡Ah, discúlpame!”
El otro muchacho no se molestó en contestar.
Iba vestido enteramente de negro, con una chaqueta larga de cuero y botas a
juego. Tenía cabello negro y largo, enmarcando su rostro, pálido e inexpresivo.
Apartó al chico con una mano y continuó su camino como si nada lo hubiera
interrumpido. El chico sintió su tacto frío por unos segundos y no pudo evitar
una sensación de escalofríos.
Sin darle importancia, siguió su recorrido por
interminables pasillos, cuando otro encuentro inesperado tuvo lugar. El chico
que había visto en la parada del autobús aquella mañana estaba ahí, dando
vueltas lentamente, más perdido que él mismo. Su corazón casi se detuvo, no
pudiendo anticipar el verlo de nuevo tan rápido. El pasillo estaba vacío, y el
chico recorría lentamente las aulas, una por una, verificando que no fueran
donde él debía estar. Fue entonces cuando alzó la vista hacia el frente y reparó
en su presencia.
Una vez más el tiempo pareció detenerse. La
mirada clara del chico lo atrapó enseguida y pudo sentir reconocimiento en esa
intensidad. Sus ojos eran verdes como los suyos aunque de una tonalidad un poco
diferente.
Se detuvo a unos pasos de él, y entonces éste
le habló.
“Disculpa, estoy buscando el aula C-17. ¿De
casualidad sabes en donde se puede encontrar?”
“C-17…” Le costaba un poco poder salir de su aturdimiento.
“Ahh, pero si yo también la estoy buscando, si, si.”
El chico le sonrió levemente y a él se le
pareció la sonrisa más reconfortante del mundo.
“Ah, perfecto. Entonces me parece que vamos por
la misma clase. ¿Te importa si te sigo?”
Le devolvió la sonrisa.
“¡En absoluto! Vamos, que llegamos tarde.”
Así fue como se encaminaron juntos en busca del
aula C-17. El chico notó el agradable olor del otro cuando éste se acercó a su
lado. Era una fragancia varonil que no era dulce, pero tampoco era lo suficientemente
ligera para no notarla. Realmente era muy agradable.
“¿Así que entonces eres nuevo por aquí?” Le preguntó
mientras recorrían un patio para llegar a otro edificio.
“Vaya, ¿soy muy notorio?”
“Pues no mucho, aunque lo he deducido por tu
acento.”
“Ah, debo practicar más mi pronunciación
entonces.” Dijo el otro, alzando las cejas y dando un suspiró. El aire fresco
de la mañana convirtió su aliento en una pequeña nube. “No es tan fácil.”
“Tranquilo, que al menos te entiendo. Y yo no
soy ningún experto en lengua.”
El otro chico le volvió a sonreír, visiblemente
un poco más aliviado.
“Mejor así. A todo esto… ¿Cómo te llamas?”
“Me llamó Blake. ¿Y tú?”
“Yo soy Allen. Enchantè.”
“Un gusto.” Le extendió la mano y Blake se la estrechó.
Se sentía cálida y vigorosa. “Ser nuevo en un lugar ajeno y hacer amigos
siempre es algo complicado cuando tienes acento raro, ¿eh?”
Por primera vez, Allen rió un poco, y a Blake
le encantó aquel sonido.
“Bueno, al menos tengo más posibilidades si no
voy por ahí con un par de zapatos desiguales, ¿eh?”
Ahora fue a Blake al que le tocó reír.
Definitivamente le estaba cayendo muy bien aquel chico. En su interior, su
estomago se retorcía de emoción. No puedo
creerlo, pensaba. ¡Apenas en la
mañana éramos unos perfectos desconocidos!
Quería preguntar más sobre él, pero se contuvo.
“Creo que es por aquel edificio.” Señaló Blake
cuando ya habían terminado de cruzar el jardín.
“Es una pena llegar tarde a la primera clase,
pero es que esto parece un laberinto si no conoces el camino.” Comentó Allen.
“Bueno, yo conozco por aquí y siempre me
pierdo.”
“¿Sabes quien es el profesor de la clase que
nos toca ahora?”
“Hmmm…” Blake miró su horario con el ceño
fruncido. “Aquí dice Profesor Sagara. Creo que recuerdo algo…Mi hermano Scott terminó
la universidad aquí, y me parece recordar que alguna vez debió de haber
nombrado a ese profesor.”
“Creo que lo conoceremos nosotros mismos en
breve.”
“Allen
D. Michaud y…Blake K. Addams. Llegan tarde.”
El Profesor Sagara los anotó en una lista, y los
dejó pasar para que se sentaran en una de las mesas. Resultó ser un hombre que
arrastraba la voz y cada silaba. Sus rasgos más fuertes eran su cara de
amargado y su semblante impasible.
“El primer día y ya tienen un retardo. Dos más
y no vuelven a pisar mi clase. Ahora, sólo falta un alumno…Simcha F. Lacenkhalm.”
Blake y Allen se sentaron juntos. Blake observó
como Allen sacaba con cuidado los útiles de su mochila azul. Tenía un cuaderno
de apuntes muy bien cuidado, y sobre la portada, tenía pegada una foto de la
Torre Eifel sobre un atardecer en Francia. El Profesor Sagara explicaba cosas
sobre la filosofía del dinero pero Blake no prestaba atención, sumergido en una
fantasía, donde él se encontraba paseando por aquel atardecer, acompañado del
chico francés. Le recorría una extraña emoción el simple hecho de estar cerca
de él.
Volteó hacia la ventana que tenía al lado,
tratando de evadir sus ensoñaciones para volver a la realidad. Afuera, se
podían ver los jardines del campus, con sus arboles mecidos plácidamente con el
viento y su césped, verde y bien cuidado. Había varios estudiantes disfrutando
del día, tirados en el pasto, pero Blake fijó su atención en uno de los
muchachos que se encontraba volando un cometa.
El muchacho parecía fuera de lugar, ya que
nadie más estaba volando cometas dentro del campus, pero no se suponía que
estuviera prohibido. Le parecía extraño ver que lo estaba haciendo él solo, sin
nadie más que lo acompañara. Y sin embargo, tenía en la cara una sonrisa de
oreja a oreja. A Blake le parecía todavía más extraño que aquel muchacho volara
un cometa con forma de ave de papel, corriendo de un lado a otro para elevarlo.
De pronto, el chico se dejó caer en el pasto, y volteó sonriente a mirar hacia
donde él lo estaba observando. Algo en la sonrisa de aquel chico no era normal,
aunque era contagiosa.
Desvió la mirada hacia otro lado al ver que el
chico le seguía sonriendo extrañamente desde el jardín. Y por un momento, al
mirar hacia el cielo, Blake podría haber jurado que vio un par de plumas.
Plumas blancas que caían suavemente en el aire...
Y entonces, una pequeña sonrisa iluminó
lentamente su cara.